-Sin comparar lo incomparable. Ante estas cosas de ocaso (y sin que venga a cuento en muchos casos) suelo pensar en un chivo expiatorio: mi padre. El día que comenzó la incivil guerra civil fue encerrado, solo, por sus solícitos compañeros, en el cuarto de banderas de un cuartel de Melilla; para que se lo pensara, pues arriesgaba ser condenado a muerte por rebelión militar si no se adhería al ‹alzamiento›. Una hora después el teniente Fernando Arrabal llamó a sus ex compañeros ¡ya! para decirles que no necesitaba reflexionar más. Gracias a ello hoy... me toca ser testigo, ejemplo o símbolo, como él, ¿de lo más trascendente de lo que sucede? Yo que sólo soy un desterrado. Si se me saca de mis idolatradas cifras, lo que me rodea me lleva a la confusión (‹hélas!’›) y al desconcierto ¡y sin orden! No quiero ser un chivo expiatorio como lo fue mi padre, sólo quiero expirar vivo, cuando Pan quiera.
-Mientras tanto, la madre de Arrabal había vuelto en 1936 a Ciudad Rodrigo, donde dejó instalado a Fernando y ella se fue a trabajar a Burgos, por entonces capital del Bando Nacional y residencia del gobierno del general Franco. En 1937 Fernando ingresó al colegio de las Teresianas, hasta que en 1940, finalizada la Guerra Civil, la madre se instaló en Madrid, concretamente en el número 17 de la calle Madera.2
En 1941 Fernando Arrabal ganó un concurso de «niños superdotados». Estudió en el Colegio de los Escolapios de San Antón (que frecuentó Victor Hugo y Benavente) y más tarde en los Escolapios de Getafe. En esa época Arrabal comenzó sus lecturas y experiencias, que según él mismo reconoce, le serían muy útiles en su vida.3